Anila Rindlisbacher Los Otros En el centro del patio de la casa de la tía Ester, había una palmera muy alta con unas hojas verdes largas que caían hasta el piso. Vaya saber de donde vino, quien la habrá plantado porque no era un árbol silvestre de la zona. Daba unas frutas llamadas dátiles, que eran como unos coquitos de colores amarillos fuertes y muy dulces que caían al suelo y se pudrían rápidamente por el sol. La tía no terminaba nunca de limpiar ese patio.
Al lado de la palmera estaba la piecita del fondo, donde mi prima, la Silvia que era vidente y unía parejas, recibía a sus afligidos clientes.
Bajo la sombra de esa palmera estaba yo sentada en el piso toda sucia, cuando ví que entrababa por el costado de la casa mi mamá con su vestido marrón. Como pudo, y a su manera me dijo que el abuelo se murió. Yo fingí que no me importaba y seguí jugando, pero escuché cuando mamá le contó a la tía que yo lo había tomado con total naturalidad y que con mi hermano menor sería todavía más fácil.
A mamá le dio uno de sus frecuentes ataquecitos de epilepsia y para reponerse tomó unos mates con la tía mientras comentaban _¿Cómo era posible que se haya muerto, si de la operación había salido bien?_ _Parece que reaccionó mal a la anestesia, el corazón no aguanto e hizo un paro respiratorio. Al rato no pude fingir más y me puse a llorar silenciosamente. Sólo la Silvia me vió. Me llevó a la piecita después que se fue su cliente y me contó la historia de una rana que se iba al cielo, que allá arriba se encontraba con otras ranitas y que saltaban de nube en nube…pero yo, ya era grande para esos cuentos y le dije enojada: el abuelo no era una rana.
Para mi lo peor era enfrentar a papá, porque era su padre el que había muerto. Pero cuando llegué lo ví entero. Hablaba por teléfono con su hermano que vivía en Buenos Aires. Acordaron que el entierro sería a la mañana siguiente. El living de la casa paterna fue preparado para el velatorio por la Severa, la tía Yuyi, Doña Ofelia, la Bichito, Paulino y la tía Maruca.
La tía Maruca era una media hermana de papá por parte de padre. Se había críado con él, la tía Yuyi y el tío Tito como una hermana más. Ella guardaba muchos secretos de la familia, que me los revelaría muchos años después.
Esa noche mi hermano y yo quedamos en casa a cargo de la Gladis, la niñera, quien nos preparó nuestra comida favorita: milanesas con papas fritas y nos abrió una Coca Cola, lujo que sólo se nos permitía los días domingos.
Unos pocos años atrás, habían golpeado las manos en la puerta de mi casa, era un domingo, papá y mamá dormían la siesta así que los atendí yo.
Preguntaban por la casa de Don Federico, _ Es en la esquina, es mi abuelo le dije a la Sra.
Veo que había niños en el auto y aguanté todo el tiempo que pude en mi casa, hasta que fui a lo del abuelo para ver quienes eran esas personas.
El té estaba servido, había una torta de vainilla con dulce de leche cortada en porciones. Hablaban animadamente como si se conocieran de antes, sentados alrededor de la mesa. El abuelo me alzó en su regazo y me presentó a una nueva tía y a unos nuevos primos que habían venido a visitarlo desde Entre Ríos.
Cuando fui con la noticia a casa, esperaba que papá fuera a saludarlos, pero no fue y en casa esos días sólo hubo incómodos silencios. Me pareció que de aquel episodio pasó mucho tiempo hasta que el abuelo murió.
A la mañana siguiente llegó el tío de Buenos Aires, había manejado toda la noche sin parar para llegar a tiempo al entierro. Vino con la Tía y Federico, mi primo de mi misma edad.
A mí me daba impresión pasar por el living donde estaba el cajón con el cuerpo. Pero Fede me daba coraje, _ vení pasemos corriendo, me animaba. _Salta frente al cajón así vas a ver la nariz fría del abuelo…me decía…
La Severa iba y venía de la cocina sirviendo café, de repente había perdido toda autoridad.
Llegó la Sra. que había venido en aquella oportunidad. Saludó a la Severa. La tía Yuyi se le acercó, la saludó y le permitió que se despidiera del abuelo. En cambio el tío Tito y papá no le dieron lugar ni a que se les acercara. Nadie faltó a despedirlo. Estaban sus albañiles, los compañeros del hospital, los conocidos de papá, los clientes del almacén y todos los vecinos del barrio. Vinieron también los ricos, el cura de la capilla y el médico de la familia. Entre tanta gente casi pasaron desapercibidos, se acomodaron como pudieron atrás de todos, sin molestar. Nadie preguntó por ellos. Nadie los había visto antes, no sabían de su existencia. Y ellos nunca se habían atrevido, pero esta vez se presentaron. Eran los otros hijos, esos que el abuelo supo cuidar tan bien, como “para cuidarnos” Sospecho que fue la tía Maruca quien les avisó aunque tampoco eran sus hermanos maternos, eran otros hermanos. Llegó el momento de cerrar el cajón. La tía Yuyi lloraba sobre el cuerpo frío del abuelo. La tía Maruca la abrazaba de atrás, sosteniéndola.
Llegamos a la puerta del panteón y mientras rezaban miré al cielo y ví que la abuela lo esperaba. No parecía enojada, se la veía contenta al vernos a todos.
A papá y al tío no los ví llorar. A los otros, los busqué con la mirada, probablemente estaban más atrás, pero ya no los ví más.
Viernes, 11 de noviembre de 2011
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