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Declaraciones
Mario Massaccesi y su dura historia de vida: “Mi tía en realidad era mi hermana, y mi mamá se murió sin poder contarlo”
El periodista cuenta el proceso que derivó en su tercer libro, Salir de los miedos. La infancia con carencias y con un infierno que elige no describir en palabras. El camino hacia la plenitud y por qué se define como “un gran solterón”

La respuesta siempre estuvo allí, ante la pregunta que este periodista jamás había hecho. Contradicciones de la vida. O del corazón. Pero quizás primaba -aún sin saberlo- otro rasgo distintivo del oficio al cual Mario Massaccesi se abrazaría siendo apenas un niño: la búsqueda de la verdad. Y también estaba la intuición, claro. Un gesto, una mirada. Un silencio sospechoso -o varios- en aquella casa de carencias materiales pero no afectivas. Un llanto inaugural. Y una partida tan prematura como cruel y dolorosa: la de su madre. Algo se escondía en todo eso. Pero, ¿qué?

Hasta que cierto día Mario recibió un desafío: “Ya que te gusta preguntar, ¿por qué no preguntás adentro de la familia? Y si te gusta la investigación, investigá”. Entonces, quiso saber. Y fue detrás de las respuestas: las mismas que había perseguido a lo largo de su carrera profesional, ahora debía conseguirlas en su propia vida.

En ese extenso recorrido personal -íntimo y profundo- que inició en 2008, fueron surgiendo otras preguntas y nuevas verdades. Un proceso de aceptación y sanación. Experiencias y enseñanzas. Saberes. Y la primorosa necesidad de compartirlos. Así nació un libro: Salir de los miedos, con la psicóloga Patricia Daleiro. Y presentaciones teatrales a sala llena.

Este hombre con quien solemos concluir la jornada cada madrugada desde En Síntesis, el clásico noticiero de El Trece que conduce desde hace 12 años, aquí nos confía esa búsqueda. Al fin, la misma que todos tenemos. Aunque las preguntas -y sobre todo las respuestas- sean distintas para cada uno.

—¿Cuántos años de periodista?

—Empecé a los 18; tengo 57, o sea que estoy por cumplir 40 años. Arranqué en Río Cuarto, en mis pagos, a la par que estudiaba Licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Trabajaba en tres lugares. Siempre tuve que trabajar, desde los 14 años.

—¿Por qué?

—Y… porque en casa no había. Si no trabajaba, no había. No vengo de una familia pobre de pobreza, pero sí de clase media venida a menos. Con un papá muy quejoso, italiano, que todo era un sacrificio, todo era un gasto, todo era una inversión. Y una madre que nos daba algunos gustitos pero me decía, con la manito así: “Que no se entere tu padre”. Entonces, los pocos gustos que nos podíamos dar siempre eran a escondidas de mi padre. Mi padre era un santo, un tipo que no sabía qué hacer con su vida porque lo agarró la 1050 de Martínez de Hoz, se vino abajo y no supo cómo levantarse. Durante muchos años resistí eso, hasta que me di cuenta de que él no pudo, y cuando alguien no puede, no puede... Acepté que fue así, y hoy tengo una mirada un poco más amorosa. Lo importante es lo que hice con todo eso que me tocó vivir.

—Eso lo aprendiste con el coaching.

—Esto de cambiar la mirada de muchas cosas para no hacer daño y para no hacerme daño lo fui aprendiendo con el coaching, sí. Y con mucho entrenamiento personal. Sería muy feo que yo hablara mal de mi padre: me dio muchísimo. Y nací en la familia justa, porque si no, no hubiera podido recorrer el camino que recorrí y estar en este lugar donde estoy hoy.

—¿Hermanos?

—Tres: el Michi, el Biti y la Mónica; así les decimos en Córdoba. Y con los años nos enteramos de que una tía era en realidad nuestra hermana, que es hija de mi mamá. Mi madre nunca nos pudo contar a pesar de que esa hermana, Perla, que vive en Niza, en Francia, le pidió en un momento que por favor pusiéramos la verdad sobre la mesa. Mi madre no pudo, y a los pocos años murió atragantada por un cáncer. Se fue muy temprano y en muy poco tiempo. Yo me enteré de esto 10 años después. Y fue un sacudón muy fuerte saber que tu madre vivió con ese secreto, que lo sabían muy pocas personas que, además, respetaron ese secreto. Lo que debe haber sufrido por no poder poner sobre nuestras vidas que había una hermana... Había sido mamá muy jovencita, a los 14, 15 años, y en la casa la obligaron a ocultar el embarazo y ese nacimiento, y por lo tanto, fraguar esa identidad: que en vez de ser hermana sea una tía nuestra. Siempre fue “la tía”.

—Vos creciste con ella como tía, ¿y ella, sabiendo que era tu hermana?

—Sí, claro.

—¿Lo supo desde siempre?

—Siempre, siempre… Ella se fue a vivir a Francia muy joven y en el año 90 vino a casa, y recuerdo que hubo ahí una situación que a mí me llamó la atención: la vi a mi madre llorando. Fue la única vez que la vi llorar. Después me enteré que en esa oportunidad ella le vino a decir: “Por favor, aclaremos todo”. Y mi madre le dijo que no podía. Cuando me enteré, fue como un baldazo de agua fría. Fue en el 2008. Ella (por Perla) me escribía: “Ya que te gusta preguntar, ¿por qué no preguntás adentro de la familia? Y si te gusta la investigación, investigá”. Yo dije: “¿De qué corno me está hablando, tía, en ese momento?”. Me voy a Niza una semana y no me quiso recibir. La llamé: “¿Qué tal si nos juntamos una tarde y charlamos? Tengo todo el día dispuesto para vos”. Me dijo: “No, yo necesito más de un día”. “Que sí”, “que no”, “que sí”, “que no”, y le dije: “Mirá, yo no dispongo de más de un día”, porque además iba con otra gente y ya tenía otras ciudades para visitar. Cuando vuelvo le cuento a mi hermana, Mónica, y me dice: “Bueno, en realidad, lo que pasó es esto”. En ese momento fue un peso y ahora es un alivio: poder contarlo nos libera a todos. El silencio tiene un peso muy cruel en la vida de las personas y hace mucho daño.

—Bueno, vos decís que tu madre muere de un cáncer; algo la dañó, evidentemente.

—La ahorcó, la atragantó. Había algo acá, que quería salir. Esto es una lectura, por supuesto; una interpretación, Pero si lo consultás con gente que trabaja en el tema claramente es esto: había algo acá que necesitaba salir y no pudo. Y la pasó muy mal, la pasó muy mal…


—A vos, entonces, quien te lo cuenta es tu hermana.

—Sí. Mi hermana quedó entre la espada y la pared: entre la lealtad a su madre y la lealtad a sus hermanos. Somos una familia muy linda, nos tenemos mucho afecto, pero no somos una familia de muchas palabras, somos de muchos silencios: se pregunta lo justo y necesario. Y yo respeto eso: no soy quién para ir a revolucionar la vida de los demás.

—¿Cómo fue el reencuentro con Perla después de eso?

—Es que nunca nos vimos... La volví a llamar dos o tres veces para ir y siempre hay muchos peros de su parte. Hubo tres intentos, y en un momento hay que soltar. Si hoy me llama, iría a verla. Y darle un abrazo. Y tener la charla que no hemos tenido. Nos completaría a ambos. Pero el tango se baila de a dos. Y nadie puede obligar a nadie a bailar el tango.

—¿Se sabe quién es el padre de Perla?

—Sí, sí, sí. Me lo contó Perla: me mandó un mail donde me contó todo. Cuando mi mamá queda embarazada, mi abuelastra, Arminda, la echa. Y vive en la calle hasta que finalmente, cuando ya no podía más y estaba con esa panza, vuelve. Por eso fue muy fácil esconder el embarazo, porque estuvo mucho tiempo afuera, en otros lados; terminó incluso en Buenos Aires, en La Boca, viviendo en la calle. Y cuando vuelve, ya devastada y con un hijo por nacer, recibió el sí de Arminda, pero con condiciones.

—Dijo: “La crío yo, como hija mía”.

—Exactamente.

—Hablabas recién de una infancia con ciertas carencias desde lo económico. No que faltara para comer, pero…

—No… Faltó para comer.

—¿Faltó para comer?

—Sí, claro. Mis hermanos ya se habían casado, y en el plato de mi hermana y el mío había un puñadito de arroz, y en el lugar de mi padre una taza de mate cocido, y en el lugar de mi madre, nada: paradita al lado de la cocina tratando de sobrellevar ese momento amargo. No me lo olvido más. Que no haya para comer es tremendo. La ropa nos la daban los vecinos.

RENACER
“A mí me salvaron mis sueños”, dice Massaccesi, recordando aquel niño que creó una fantasía para evadir esa realidad tan apremiante, y reparando en el adulto que la concretaría. Sin pensarlo, Mario se proyectó en su infancia. “De chiquito quería trabajar en la tele, con Mónica (Cahen D’Anvers) y César (Mascetti). Quería viajar mucho y estar todo el tiempo con gente en distintos lugares. Pero estaba con muchos infiernos personales, en una familia con escasez: no había tele en casa. Yo iba a ver tele a la casa de mis vecinos: los lunes los Galinovsky, los martes los Sirastorsa, los miércoles los Ham. Tenía distribuido el calendario para no molestar demasiado a los vecinos y a las nueve de la noche sentarme a ver Mónica presenta”.

Pero la magia no sucedía frente a la pantalla chica sino al otro día, cuando “jugaba en mi casa a que era César Mascetti: cubrí la liberación de Nicaragua del Movimiento Sandinista sin saber quién era Sandino -sonríe-. Yo lo veía en la tele, anotaba en un papelito y después, con otro amigo que también es periodista, Marcelo Irastorza, armábamos un noticiero. Y con los chicos del barrio, como uno que era el camarógrafo, se armaba el gran estudio en el patio de mi casa”.

—Esa fantasía, esa construcción que iba sucediendo, ¿rescataba de esos infiernos personales de los que hablabas recién?

—Sí, claro. Fue la salvación.

—¿Con qué tenían que ver esos infiernos, Mario?

—Bueno, me pasaron muchas cosas. Fui víctima durante mi niñez y durante muchos años de un infierno que ocurrió de manera reiterada, y me costó salir de ahí. Porque yo no se lo pude contar ni siquiera a mi familia; gestioné por otro lado. Mucha gente me dice: “Bueno, ¿pero qué te pasó?”. Y yo no cuento los detalles porque son horrorosos y porque creo que mi compromiso, a esta altura de mi vida, es cuidar a ese niño, no exponerlo, no revictimizarlo. Los dolores de la niñez son para todo el mundo, pero no para cualquiera. Y nos hacemos grandes para cuidar al niño o la niña que fuimos: hay que rescatarlo o rescatarla para seguir teniendo magia, asombro, para que la vida sea una aventura, para que podamos no juzgar tanto y atrevernos más. Es un trabajo de todos los días.

—Hiciste un gran trabajo con todo lo que te pasó: esta hermana, esta infancia, esa casa en la que pueden haber sido muy amorosos pero en la que no se hablaba. ¿Esa búsqueda de estar bien con vos, cuándo empieza?

—A los 33, cuando muere mi madre. No la pude acompañar porque cuando ella desarrolla el cáncer, que le dan tres meses de vida, la voy a ver y a los pocos días me enfermo de hepatitis. O sea, yo estaba encuarentenado acá y mi madre, allá. Fui siguiendo su proceso por teléfono, y el día que muere, viajo, a pesar de que los médicos me dijeron que no. Una tía, su única hermana, dijo: “Qué rápido pasó todo”. Y yo, esperando para tener esa conversación pendiente con mi madre, muy sanadora para los dos, y un día, ya no se podía concretar esa conversación… Y dije: “Ya no hay tiempo que esperar. Yo no espero más”. Hoy, hago las cosas con las herramientas y las posibilidades que tengo, porque sé que mañana puede ser tarde.

—En ese aprender a vivir nace este tercer libro, Salir de los miedos, junto con Patricia Daleiro, con quien venís trabajando desde hace tiempo. La bajada, interpela: “¿Qué harías si te atrevieras a más?”. Cómo nos limitan los miedos, ¿no?

—Tengo una mala noticia para darte: es imposible que no tengas miedo. Pero hay varias cuestiones con el miedo. Primero: tiene mala prensa. Nos enseñaron a espantarnos con el miedo. Es una emoción, como la alegría, como la tristeza; es decir, está en vos. El tema es gestionar ese miedo. ¿Hay una amenaza? ¿Qué amenaza trae ese miedo? ¿Es una amenaza real, concreta? Si estoy al borde de un edificio y tengo miedo, hay una amenaza real. Ahora, muchas veces dotamos al miedo de amenazas imaginarias, que ni siquiera nos pertenecen, sino que vienen de nuestras familias y nuestros antepasados. Tenemos la posibilidad de desafiar al miedo, reflexionando acerca de él y después probando que efectivamente ese miedo era una construcción que no es tal. ¿Es miedo? Sí, pero tiene mucho decorado. Nosotros decimos que es como la cebolla: una vez que le vas quitando las capas queda el miedo real, y se hace mucho más chiquito de lo que creíamos que era.

—¿Te sentiste traicionado por Mirtha Legrand?

—No, no. No me sentí traicionado por dos razones. Primero, porque inmediatamente pidió disculpas y yo las acepté. Me pidió dos veces disculpas personalmente: la primera, hablamos por la mañana al día siguiente, y por la tarde me llamó para que por favor le pidiera disculpas a mi familia. Entonces, para mí, ahí el tema ya está. Y segundo, porque a partir de lo que se generó, que no es lo que a mí me hubiese gustado generar, pero bueno, sirvió mucho de discusión sobre cuáles son los límites de las preguntas para muchos conductores y para nosotros, los que estamos en el medio. O por lo menos para quienes atravesamos situaciones dramáticas, tomar conciencia de que el límite lo ponemos nosotros: vos tenés derecho a preguntar lo que quieras, pero yo puedo ir hasta donde yo quiero con mi respuesta. Ahí, en esos días, en medio de todo el barullo, hubo una discusión que fue interesante. Y ese día hubo un revuelo ahí, en la producción, durante el almuerzo y en el corte (del programa). Y algo aprendí de eso; ya lo sabía porque, de hecho, yo le dije “de eso no voy a hablar”.

—Porque vos te pudiste plantar, no cualquiera puede.

—Sí, sí, yo me planté. Creo que estamos completos con nosotros mismos en el terreno del dolor cuando la pregunta no suena a amenaza. Y a mí no me sonó a amenaza. Y tengo muy claro qué fue lo que ocurrió y cómo gestionar todo eso. La pregunta es la pregunta, y es el derecho del periodista a preguntar; el límite también lo puedo poner yo. También hay algo, una yapa en esto: yo conozco los códigos de la televisión. Tiene mucho más de show, de golpe de efecto, de impacto. Y yo soy parte de la televisión, y lo puedo leer desde ese lado: “Bueno, es parte del juego”.

—Escuchame: ¿andás noviando, andás en pareja, andás con ganas?

—Ah, leíste algo estos días… No. Yo soy un gran solterón: nunca en mi proyecto de vida estuvo la parejita, el hijo, el nene, la nena, la familia tipo, el techito a dos aguas, el perrito que te mueva la cola, ir al supermercado los domingos. Ese proyecto nunca existió; mi proyecto era la soledad. A esta altura de mi vida creo que el proyecto no fue en familia porque durante mis años de calvario, y hasta los 33, mi refugio fue la soledad. Cuando vos no hablás y no ponés en palabras, y no confías y tenés miedo, y tenés culpa y tenés vergüenza, y encima te decís las peores cosas, en todo ese combo, la soledad es el mejor refugio. Durante muchos años la soledad fue mi mejor aliado y mi gran familia. ¿Cómo iba a pensar en un proyecto de familia si en ese lugar de silencio, y aislado con mi dolor, haciendo lo que podía, la soledad era el único lugar donde yo me sentía seguro?

—¿Cuándo hay teatro? Los quiero ir a ver ya.

—Estamos el sábado 2 de diciembre a las siete y media de la tarde en el teatro Border. Venimos ya repitiendo, y repitiendo… Llenamos en todos lados. Nos da la evidencia de que hay mucha gente que necesita este ejercicio de soltar y salir de los miedos. Vamos a todos los pueblitos donde no van este tipo de propuestas y es de un amor increíble la gente que viene. Los otros días me escribió una señora: 40 años de matrimonio, juntos en la misma cama, criando hijos, ahora con nietos, y todavía no le pudo contar a su marido que ella había sido violada por su padre. Surgen historias como esta, historias fuertes… Y también muchas historias inspiradoras. Me gusta el término del campo: hacer de la bosta, abono. Y hay gente que ya no solo está en el terreno del abono, sino que además dio sus frutos y anda feliz por la vida. ¿Le duele lo que pasó? Claro. El dolor no se va nunca, pero el sufrimiento es opcional. Y ahí podés reconvertirte y ya no sufrir por eso que te pasó, sino hacer cosas a partir de lo que te pasó.

—Mario, ¿qué le decís al nene que fuiste?

—Que nos queda todavía mucho por hacer, porque el aprendizaje de la vida no termina nunca. Pero le digo que lo hicimos. En el teatro hay una parte donde le hablamos a nuestro niño, y yo le digo: “Ahora sí podés hablar, ahora sí tenés quién te apapache, ahora sí podemos construir juntos. Somos socios”. Después de lo de Mirtha la llamé a mi hermana, Mónica, y le dije: “Bueno, mirá, pasó esto en la mesa. Probablemente mañana salga en muchos lados y la gente te pregunte”. Y mi hermana, que es de pocas palabras pero de mucho afecto, me dijo: “Nosotros ya sabemos quién sos. La casa está abierta para cuando quieras venir y decir lo que quieras. Pero nunca va a haber exigencias”. Y fue de tanta libertad, de tanto alivio… Por eso, al Marito le digo: “No hay que rendirle cuentas a nadie”.


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