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René Hilda Batalla
ALMADA
Cuenta la leyenda que un día de esos en que la siesta desparrama sus últimos minutos sobre la quietud de mi pueblo un tal Mario Oscar Almada, nacido en Monte Caseros provincia de Corrientes, se largó a contar lo que él hizo cuando tenía apenas diecinueve años.

El salón del ala este del Tiro Federal se parece a un cofre que guarda ciento de historias.

En las paredes las siluetas de las Islas Malvinas resaltan el celeste y blanco.

Y en las vitrinas duermen restos de recuerdos de aquellas y otras memorias.

Al principio me dice que le cuesta mucho expresar lo que siente, las palabras van saliendo de su boca, mezquinas, apretadas, elegidas.
Asegura haber sido un gurí curtido cuando chico, eso hacía que las diferencias con su padre se hicieran insoslayables y que un buen día de puro corajudo que era, se fue de su casa.

Su madre le avisó que había llegado a su domicilio el llamado de incorporación a la Marina. Los primeros meses de instrucciones se realizaron en La Plata y a partir de ese momento sus dieciocho años se convirtieron en un soldado.

Su destino, el Batallón de Infantería de Marina N°5 en Río Grande, Tierra del Fuego. Allí estuvo ocho meses hasta que el Batallón recibe la orden de partir hacia las Islas Malvinas.

Los trasladaron en avión por la noche, las ventanillas estaban cerradas, la incertidumbre era tan grande como el valor que llevaban en sus mochilas, sus borceguíes, sus cascos y sus fusiles.

Cuando descendieron a tierra, un paisaje agreste, ventoso y frío les golpeó los ojos.

La guerra contra los ingleses los estaba esperando como un famélico monstruo sanguinario e impío.

La temperatura del lugar, la ausencia de elementos necesarios para protegerse del frío, la falta de alimentos y la superioridad bélica del enemigo comenzaban a dejar cicatrices perpetuas en su cuerpo, en su memoria y en su alma.

Entonces ahí, en medio de su relato, Almada se lleva una mano hacia el medio del pecho y con voz firme dice:

- ¡Pero nosotros, aquí adentro, sentíamos orgullo de estar ahí y lo único que nos sobraba era coraje!

Dice que no sabían en qué día vivían mientras estuvieron en la isla.
Si alguien avisaba: - “Hoy hay misa”- se daban cuenta que era domingo.
Que las noches se hacían días y los días se volvían noches.

Que hacían reconocimiento de campo y volvían a sus trincheras o se trasladaban a otras esperando la orden de ataque.

Que una tarde, después de haber sido bombardeados durante dos días seguidos llega hasta donde estaban él y su grupo un soldadito que repartía la correspondencia.

-¡Mario Oscar Almada! – escuchó

Y en sus manos ansiosas y friolentas le depositó un sobre. El remitente era de su hermana Teresa.

Abrió el sobre y en una hoja una frase.

Solamente una frase pudo leer:

“NO TEMAS. MÍA ES LA BATALLA, DICE EL SEÑOR DE LOS EJÉRCITOS”.

Aquellas doce palabras bastaron para que él comprendiera lo que su hermana le quería decir. Cuando su superior en mando le pregunta que le había escrito su familia. Almada le pasa aquel papel, entonces el cabo lee en voz alta éste mensaje a todos los soldados a su cargo.

Cuenta que esa frase los cubrió como un manto esperanza.

Al día siguiente, por la mañana, cuando la niebla dejó de ser niebla, cuando sus miradas descubrían la claridad como un milagro, todo alrededor de sus trincheras estaba lleno de esquirlas. Hacia el lado que miraran sólo podían ver esquirlas.

Ninguno de sus compañeros había sufrido daño.

Respira profundamente, como aliviado. Asevera que fue la mano de Dios quien los protegió esa interminable noche de bombas y oscuridad.

Dobló el sobre, lo puso en una bolsita de nylon y lo guardó en un bolsillo de su mochila.

Su voz entrecortada da paso a las lágrimas y las tapa con sus dos manos, casi con vergüenza.

El silencio se adueña de todos los rincones de éste recuerdo y de ésta emoción.

Un silencio respetuoso, interminable.

En el edificio del Tiro Federal, Julio César Córdoba y Ramón Romero, alias Pitoco, lo acompañan en la Comisión Directiva de dicha entidad. Ellos se ocupan de mantener en pie éste lugar repleto de nuestra historia.

Lugar que hace años permanece quieto, mudo pero esperanzado en que el olvido no derribe sus muros.

Pitoco nos acerca un termo y un mate.

Almada parsimonioso, amigable, comienza a compartir su mate.

Y continúa hablando.

Se lo escucha más cálido, más seguro.

Las palabras fluyen.

Piensa que la patria es respeto, es lealtad, es valor. Es estar dispuesto a dar la vida por ella como hace treinta y cinco años atrás y hoy mismo si lo vuelven a llamar.

Que desertar no es cosa de hombres.

No menciona prácticas, maniobras ni estrategias militares. Tampoco me pareció relevante.

No guarda resquemor ni rabia hacia los que lo llevaron a combate porque él era un soldado que “estaba bajo bandera” y considera que no hay honor más grande en ésta vida que defenderla como sea.

Habla del amor de su mujer Nilda Ester Acevedo, ese amor que lo supo contener en los momentos más difíciles.

De su casamiento con ella hace dos años atrás después de más de treinta años de convivencia, de la gran fiesta que hizo en su casa.

De los buenos y felices momentos compartidos con sus seres queridos.

Habla de sus cinco hijos, de sus vecinos del Barrio Florida y de su nieta.

La mirada es otra.

Parece iluminada por lucecitas de una ternura que no puede ocultar.

El mate ayuda a entibiar los parches que Almada va poniéndole a las heridas de su corazón.

Me cuenta que en el Batallón N° 5 se hizo de un buen amigo, Diego Ferreira, oriundo de Goya, que era un muchachito inocente, indefenso y tranquilo con el cual hacían tortas fritas y tomaban mate en sus horas de descanso cuando estuvieron en Tierra del Fuego.

Diego es hoy una de esas seiscientas cuarenta y nueve cruces blancas que quedaron allá, en la soledad de las Islas.

Se lo nota más relajado, se le van abriendo los poros de la sinceridad en cada expresión, la pasión por sus pensamientos en su mejor aliada.

Recuerda que cuando volvieron a Monte Caseros golpeó la puerta de su casa a las tres de la madrugada y que el primero que saltó de la cama para recibirlo fue su padre, que se abrazaron fuerte durante un buen rato, también abrazó a su madre que se fue derechito a la cocina a secarse las lágrimas y a preparar el mate para ese hijo que había regresado.

Que se quedaron juntos, charlando los tres en la calidez de su casa hasta la salida del sol.

Sus padres lo esperaron. Sus hermanos lo esperaron. Aquel amor por su familia, ahora, tenía otro matiz, otro valor.

Se siente en paz porque después de algunos años, antes que su padre se muriera supo pedirle perdón.

Otra vez las lágrimas ruedan por ese rostro de niño hombre.

De hombre fuerte.

De hombre con HISTORIA.

Sostengo su brazo con mi mano.

Su emoción se hace mía.

También lloro.

Con él.

Por él.

Por todas las Teresas que escribieron cartas.

Por todas las cartas que perdieron los soldados en la batalla, como ël perdió la carta de su hermana.

Lloramos por los compañeros, los amigos, los hermanos, los primos, los padres que nunca, jamás, regresaron.

Lloramos por cada uno de los Almadas que en otro sapucay, en algún otro rincón de otros pueblos, otras ciudades, otros paisajes, otros horizontes, otros cielos de nuestra República Argentina, no solamente los días 2 de abril, sino todos los días de los años que les quedan por vivir, se les hacen curubica los sentimientos cuando hablan de la guerra.

Por aquellos ignorantes que les critican si se toma un vino.

Por aquellos hipócritas que se atreven a llamarle loco.

Desde que regresó de Malvinas todos los días lleva sobre su pecho una escarapela con forma de la bandera argentina.

Dice que no le gusta para nada que el Himno se cante “para adentro, entre dientes, como si tuviéramos vergüenza de ser argentinos”.

- “Hay que cantarlo con voz en pecho, a los gritos si fuera posible.
Yo no soy un héroe.

Héroes son ellos, los que quedaron como custodias bajo tierra.
Me gustaría volver, me tienta volver a Malvinas pero sería justo regresar sin mostrar un pasaporte”.

El último mate se cruza entre nuestras manos.

Le digo que siento un gran respeto hacia él y agradezco su tiempo.

Sonríe, me retribuye el agradecimiento, estrecha fuertemente mi mano y nos despedimos.

Al salir por el portón del Tiro para regresar a mi casa, miro hacia atrás como para grabarme en la memoria aquel intenso momento.
.
Veo el mapa de las Islas Malvinas, en la parte superior del cartel una palabra vaticina : “VOLVEREMOS”.

¡Y juro que siento como siente Almada!

Podría cantar allí mismo, en la vereda de la calle Sarmiento a los gritos y con una mano sobre mi corazón:
“¡o juremos con gloria morir,
o juremos con gloria morir,
o juremos con gloria morir! “

Cuenta la leyenda que un correntino, un tal Mario Oscar Almada cuando tenía 19 años peleó por la Patria.


René Hilda Batalla.

(Fotografías Pato Arellano)

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Domingo, 2 de abril de 2017

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